Dirección: Hugo Gris
Producción: Jennifer Hernández
SINOPSIS
Mamá siempre se levantaba tarde en las mañanas,
su rostro era el de un animal descompuesto. Se levantaba con unas ojerotas,
quizá se debía a la pestañina que se le regaba mientras dormía, o con la
almohada mientras lloraba o vomitaba en su bacinilla; y es que mamá siempre
estaba haciendo una de estas cosas, yo me pregunto ahora cómo es posible que
aún cuando sonríe se vea tan niña, tan inocente. Mamá siempre fue bella,
vanidosa, egoísta, orgullosa. Mamá siempre se portó como una mujer joven, yo no
entendí mucho de ella en mi infancia, para mí era la que debía querer, pero la
odiaba y le temía; era la que debía odiar, pero la amaba y esperaba todas las
noches en la falda en donde la dejaba el colectivo, para ayudarla a bajar por
la calle empinada. No porque fuera vieja o torpe, más bien porque era joven y
llevaba tacones de seis y media pulgadas con tapa de cuero negro y venía un
poco borracha.
Mamá nunca se fue y me dejó solo, mamá siempre se quedó aprendiendo conmigo a ser solos y tristes; nunca entendimos nada, nunca supimos de dónde provenía la vida y hasta dónde iría con nosotros, éramos dos pequeños animalitos enjaulados por el paisaje. A mis siete años, recién se había separado de su penúltima equivocación y nos quedamos a gusto viviendo solos, y parecía contenta y volvió a su trabajo en la cantina y se compró mucha ropa y muchos cosméticos y muchos zapatos de tacones puntiagudos y gigantes, con carteras que les hacían juego; a mí también me compró ropa nueva y ese burrito de plástico que tenía ruedas y cargaba una carretilla de colores que yo llenaba de tierra y piedritas. Y ya no llevaba más arepa con huevo, ni más chocolate frío al colegio, me daba plata para gastar y ya no quise más cambiar de lonchera con Maggi.
Se
llamaba Maggi, mamá la servía todos los días al almuerzo y yo tenía que comerla
así no me gustara. Me parecía una sopa triste, amarillita, desabrida, con
letritas que no decían nada naufragando en el plato; entonces me daba por
pensar que las letritas eran seres estelares provenientes de la constelación
Platón, y que había que rescatarlas rápido y llevarlas a una caverna segura
antes de que se enfriara la sustancia líquida y amarilla que las mantenía
vivas. Mandaba mi cuchara interplanetaria comandada por el audaz capitán mano
derecha y él solito se encargaba de poner a salvo a todos los seres amarillitos
que encontraba a su paso. Los llevaba hasta el hoyo cálido más conocido como la
Vía Boca, por donde todas las cosas entraban siempre con una forma y nunca se
sabía qué pasaba dentro, pero salían por otro hoyito convertidas en otra cosa
que antes no podía decir, pero ahora sí, salen convertidas en mierda.
Una vez yo estaba comiendo con mi mamá, ella
había prácticamente acabado, cuando de repente se le vinieron las lágrimas, y
por su carita rodaron unas gotas negras color pestañina. Se paró de la mesa y
se fue a encerrar en su cuarto, yo me asusté mucho porque al principio pensé
que estaba enferma, luego pensé que quizá había visto cerca de la mesa una cucaracha
y, como ella les tenía mucho miedo a estos insectos, siempre que veía una le
daban ganas de llorar. Revisé por todas partes, inclusive por debajo de la
mesa, y no había rastro de bicho alguno; entonces quise revisar en su plato
para ver si tenía algo dentro y nada, ni siquiera había sopa, solo había un
poquito de caldito amarillo en la cuchara con las últimas cuatro letras,
–S- -O– -L- -A-
Y no había ningún insecto.